viernes, 21 de junio de 2019

EL PINTOR DE ALBENDIEGO.
Memoria de Marcos Luengo


    Marcos Luengo Martín, a quien se conocía entre la colonia guadalajareña de Madrid como el pintor de Atienza, nació en Albendiego, uno esos pueblos que hermosean en cualquier época del año a la sombra de los arabescos caprichosos de Santa Coloma. A la sombra del Santo Alto Rey de la Majestad, que todo lo domina. Siendo niño pintaba todos aquellos paisajes que conocieron sus ojos en lo primero que se  le echaba a las manos. La pizarra, la piedra, un papel que se encontrase o… el cartón en el que el tendero hacía sus apuntes. Después lo echaba a volar. Pastor, porque pastor fue su padre y lo fue antes que su padre su abuelo, y quizá enlazando generaciones algunos miembros más de su familia. Porque aquella, la de Albendiego, además de buenos carpinteros, fue tierra de pastores.



   Nació en el lejano año de 1936, y fue conocido en el pueblo por su afición a los pinceles. Mejor, a pintar. Y pintó. Hasta que la edad, por aquellos tiempos la edad era un factor importante a la hora de echar una mano en la casa, le obligó a ganarse la vida, o ayudar a la pobre economía familiar de la mejor manera posible: poniéndose a trabajar. Lo hizo con apenas doce o catorce años, ajustándose como zagal de pastoreo con uno de aquellos ricos hacendados de Atienza, que ajustaban zagales para que ayudasen a sus pastores a la hora de dominar los grandes rebaños, que entonces los había. Zagales de doce o catorce años que hiciesen el trabajo que no se les permitía a los perros de los pastores cuando las ovejas estaban a punto de ponerse de parto. Los perros las asustaban y podía malograrse el cordero; para eso, entre otras cosas, estaban los zagales, que ni ladraban, ni mordían.

   Suele pasar, casos se han visto, que en cuestiones semejantes cuando no es el cura es el maestro quien se fija en los avances del chico. Y aquí pasó. Y ambos convencieron a la familia para que a Marcos le diesen estudios de pintura. Pero… no había medios.

   Con diecisiete o dieciocho años se le consiguió beca de estudios, de pintura, por cuenta de la Diputación provincial de Guadalajara, en tiempos en los que las diputaciones becaban a gentes que, como Marcos, destacaban en algo. Por aquellos años se le dieron hasta 500 pesetas, todo un capital, para ampliación de estudios. Pero la necesidad de la casa obligó a que, en lugar de acudir a la capital, se marchase a la villa más próxima, a trabajar de pastor. Y cuando tuvo edad, a Madrid, a buscarse la vida.

   Corrían ya los últimos años de aquel decenio en el que el los pueblos serranos comenzaron a despoblarse y sus hijos a desparramarse en busca de futuro por algunas capitales de España, con Madrid a la cabeza. Años en los que la emigración desangró nuestros pueblos como si llegado fuese el San Martín, en lugar del matancero, desparramador de vidas. A Madrid llegó en el glorioso año de 1960. Cuando Madrid era la capital de un mundo de sueños, con el zurrón lleno. Año en el que comenzaba a labrarse el futuro de un pueblo que abría sus puertas en la capital. El mayor pueblo que nunca tuvo Guadalajara en la rugosidad de su mapa: La Casa de Guadalajara en Madrid, que tantos sueños, manos, hombres y familias cobijó en su última sede de la Plaza de Santa Ana.

   Había retomado aquel otro sueño, el de la beca de la Diputación provincial que le permitiese una media ayuda en la vida. Así que en lugar de emplearse a jornada completa en una cafetería, como tantos otros de los mozos de la tierra, lo hacía a la media. Y por la mañana acudía a servir cafés y desayunos a los señoritos de la capital,  y por la tarde a las salas del Prado, a pintar sueños.

   Llamó la atención el desparpajo del joven pintor entre los grandes hombres que se juntaban en aquellas interminables tertulias de la Casa. Llamó la atención de hombres ilustres, como don Francisco Layna, y don Sinforiano García Sanz, y… tantos más.

   El 9 de mayo de 1961 saltaba su nombre a los periódicos provinciales a través de la pluma de Miguel Rodríguez Gutiérrez –Mirogu, se hacía llamar-, dando cuenta de que el tal Marcos se había convertido en uno de los mejores copistas del Prado, y los turistas se rifaban sus obras: El, que por los altos picachos de Atienza conducía un rebaño de ovejas, conduce ahora el pincel, con verdadera firmeza –decía.



   Las alabanzas a su obra, y sus copias, fuesen de Alemania o de Estados Unidos llegaban a diario, reafirmándose en que estaba convertido en una de las grandes promesas de la pintura española. Tanto que incluso la Diputación provincial le renovó aquella antigua beca, de unos pocos cientos de pesetas, para dotarlo, nada menos, que con dos mil anuales.

   Por aquellos días pintaba, para la Casa de Guadalajara que le abrió sus puertas, los escudos de los partidos judiciales que serían seña de sus salas. Y alguna que otra obra, de la mayor pinacoteca de España, en la que figurasen obras de Bartolomé Esteban Murillo o Alonso Cano, sus ídolos. Y preparaba una exposición antológica de su escasa obra, que todos sus paisanos le pedían.

   También descubrió que le gustaba escribir, y comenzó a hacerlo en los periódicos de la provincia. A hablar de lo que conocía; los pueblos serranos de una Guadalajara que se despoblaba y para los que pedía inversiones e industria. Y la Diputación provincial, para el año de 1962, le negó la beca de estudios, porque no renovó a tiempo la documentación necesaria.

   Las manos y voluntades de gentes con humanidad suplen en ocasiones a la fría burocracia, la Casa de Guadalajara en Madrid estaba ahí para echarle una mano y, en unos días, se reunieron las tres mil pesetas que Marcos precisaba y la Diputación le negó. Tres mil abrazos juntos de hijos de la tierra, que los aportaron a pequeños palmadas. Y de ello se hizo eco la prensa madrileña sacando los colores a las autoridades de una provincia a la que pareció no importarle que sus paisanos tuviesen que abandonar sus tierras para buscarse el pan. Y Marcos apareció en los diarios de tirada nacional, como estrella de la pintura de una provincia de Guadalajara que, a dos pasos de Madrid, se olvidaba de sus gentes. Suele suceder.

   El 17 de abril de 1963 ocupaba la contraportada de uno de los periódicos de mayor tirada nacional. El Diario Pueblo. En él, Marcos se sinceraba con sus sueños:

 -Yo siempre he sentido afición al dibujo, pues desde niño dibujaba con tizones de la lumbre en las paredes blancas de la casa de mis padres. Mi madre me daba buenos pescozones…

   Después de aquella entrevista pasaron unos días en los que Marcos continuó atiborrándose de sueños. Como si fuese una estrella. Como si fuese aquel Vázquez Díaz del que comenzó a seguir los pasos. Hasta que dejó de asistir a las tertulias de La Casa de Guadalajara en Madrid, y alguien supuso que a Marcos tenía que haberle sucedido algo. Porque para Marcos, la Casa lo era casi todo.

   Y alguien llamó a la pensión del Paseo de las Delicias en la que vivía, y también dijeron que hacía un par de días que no se le veía entrar ni salir. Tampoco asistir a las salas del Prado, ni a las puertas, a vender sus óleos, que ya le permitían vivir, enteramente, de la pintura.

   El 20 de mayo de aquel 1963 en el            que comenzaba a triunfar, el encargado de la pensión, con dos o tres de aquellos socios de la Casa que lo echaron en falta, abrió las puertas de su cuarto, y allí estaba Marcos. Había sufrido una insuficiencia cardiaca que le costó la vida.

   Y Albendiego, y Atienza, y todos aquellos pueblos serranos que hoy están a la vuelta de un puño del Madrid que todo se lo llevaba, entonces estaban lejos, muy lejos.

   Los socios de la Casa de Guadalajara en Madrid costearon su entierro. Antes pudo localizarse a uno de sus hermanos, quien junto a su madre llegaron a Madrid para encontrarse con el hijo y hermano muerto en plenitud de sueños. Y sin medios para llevarlo a descansar a aquella tierra que le dio la vida y los colores con los que pintaba un futuro en óleos, lo tuvieron que dejar en el lugar en el que comenzó a hacer realidad los sueños.

   Recibió sepultura el 21 de mayo en el cementerio de la Almudena, en Madrid. Donde lo socios de la Casa de Guadalajara le consiguieron un lugar para el descanso eterno. Esa Casa de Guadalajara, tan olvidada de las autoridades provinciales del antes y el después, que tantas manos dio y tantos corazones repartió entre quienes los necesitaron.







   En el momento de su muerte, Marcos Luengo se disponía a comenzar la copia de Las Lanzas, de Velázquez;  tras concluir una obra de Murillo, la Virgen del Rosario, y dejar un montón de apuntes pictóricos sobre Albendiego y Atienza. Días después, a modo de despedida, decía de él quien más lo había seguido, el Sr. Layna Serrano: Al lamentar esa desgracia irreparable, cuantos le quisimos, o sea, cuantos le hemos conocido y disfrutado su bondad afable, le recordaremos siempre…

   También la Serranía lo recordó algunos días, hasta que llegó el olvido. El olvido hacía la gente que, como Marcos Luengo, se tuvo que ganar el pan lejos de su tierra, llevándola siempre, palpitante, dentro de su corazón.

Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 21 de junio de 2019