UN
OBISPO GUERRERO: ANTOLÍN GARCÍA LOZANO
De
Atienza a Salamanca, pasando por Sierra Morena
Los Lozano, en Atienza
Todavía, en el último tercio del siglo XVIII Atienza era una de las
villas más significativas de la vieja Castilla. Lugar de referencia en el
comercio, en la industria, y en algunas cosas más que el tiempo se encargó de
ir arrinconando; o mejor dicho, dejando en el arca del olvido.
Atienza
conservaba todavía en aquel siglo la grandeza de su Cabildo de Clérigos, que
por aquellos años renovaba sus estatutos para adaptarse a los duros tiempos
venideros, en los que terminaría por desaparecer.
La
lana continuaba siendo uno de los mejores y mayores productos con los que
negociar, y a través del que alcanzar, además de poder, una riqueza que llevase
incluso a alcanzar título de nobleza. Y así lo hacían algunos de los pocos ganaderos
que iban quedando con título de nobleza en la villa hidalga, negociar y
enriquecerse con la lana.
A los Lozano Manrique, o Manrique Lozano, pues el apellido en primer o
segundo lugar lo llevaron numerosos personajes de la familia, ganaderos originarios
de la serranía, pertenecía Ana María Lozano, aunque como muchos de sus
familiares nació en Atienza. Y es que, por aquellos tiempos, los pueblos
comarcanos estaban relacionados entre sí mucho más estrechamente de lo que nos
pudiera parecer. Ana María Lozano casó con Pedro García Baróin, natural del hoy
soriano municipio de Barcones. Del matrimonio nacería, entre otros numerosos
hijos, nuestro Antolín García Lozano, quien vio la luz el 2 de septiembre
de 1779.
Sus hermanos y hermanas se dedicaron al engrandecimiento de la hacienda
familiar; a Antolín lo destinaron al servicio de la iglesia. Cuentan las
crónicas que como hombre de talento y buenas virtudes, Antolín ingresó en el
Seminario de San Bartolomé de Sigüenza el 25 de noviembre de 1795, saliendo de
él como docto latinista. De Sigüenza marchó Antolín a la diócesis de Osma, y
allí se doctoró, en su Universidad, en Sagrada Teología.
Sobre
la vida de García Lozano
Pasó
nuestro paisano a la diócesis de Zaragoza, viéndose sorprendido en aquel reino
por la invasión francesa que tantos descalabros dejaría en aquella capital, y
en el resto del reino. Y allí, en Zaragoza, fue don Antolín uno de los miembros
de la Junta de Defensa de Aragón, del mismo modo que otros de sus familiares,
en Atienza, Villacadima o Guadalajara, pasaban a formar parte de las diferentes
juntas de defensa provinciales o locales que más tarde, unificadas las unas con
las otras, tratarían de hacer frente al invasor.
Pudiera decirse que nuestro paisano no debía de sentirse muy a gusto en
aquel cometido y aquella capital, ya que inmediatamente, dejando a un lado los
hábitos talares, tomó un caballo, se echó la espada al cinto y el trabuco al
hombro, y marchó a combatir al francés por las sierras andaluzas, dejando
rastros de su paso desde Sierra Morena hasta la capital del Guadalquivir, donde
fue recibido no con pocas simpatías. Por aquella tierra, dan cuenta algunos viejos
testimonios, anduvo don Antolín a modo de vigía de fronteras, dando cuenta de
los movimientos de las tropas enemigas, hasta que definitivamente se retiraron
del suelo patrio. A tanto alcanzaron los servicios prestados al pueblo español
que sin abandonar sus estudios religiosos, desde Sevilla, y antes de la
pacificación del reino, solicitó en 19 de enero de 1810, algún tipo de prebenda
con la que cobrarse sus servicios.
Terminada la gloriosa campaña de la guerra de la Independencia don
Antolín, en recompensa a los padecimientos anteriores, fue agraciado con una
prebenda en la catedral de Osma, siguiendo de catedrático en aquella
Universidad hasta el año de 1816, en que después de haber hecho oposición a la
penitenciaria de Calahorra, fue agraciado con igual prebenda en la Real
Colegiata de San Ildefonso, el lugar de descanso de la regia familia.
En la Colegiata iniciaría lo que sería su
ascenso en el ámbito de la iglesia segoviana. La frecuencia con que Sus
Majestades acudían a aquel real sitio le facilitó desarrollar sus grandes dotes
oratorias, así como la finura de sus modales y extraordinaria sagacidad para
conocer el corazón humano, lo que le granjearía un lugar distinguido en los
círculos de la más elevada aristocracia. En 1818 fue agraciado con los honores
de inquisidor de Valladolid y más adelante le llegó el nombramiento de
predicador de Su Majestad.
En 1820 se vio inmerso en las persecuciones de la época, y a principios
de 1823, el conde del Abisbal, don Enrique, hermano de don Leopoldo O´Donell, general
de una división de tropas constitucionales, lo aprisionó con otros respetables
eclesiásticos y particulares, quienes debieron la vida a la serenidad y energía
que en tan crítica ocasión manifestó el penitenciario de la colegiata de San Ildefonso.
Pasado aquel tenebroso momento en el que nuestro don Antolín estuvo a punto de
ser ajusticiado por sus ideas liberales desempeñó el mismo cargo de Inquisidor
en Segovia, al tiempo que Gobernador del obispado, ejerciendo de obispo
interino en las ocasiones en que aquella sede estuvo vacante.
En
1824 Fernando VII lo nombró, a propuesta de la cámara, deán de la catedral de
Segovia, cuya dignidad primera, post pontificalem, desempeñó por el largo y
difícil tiempo de veintisiete años.
Su paso por Segovia no pasó desapercibido, llegando incluso a ser el
autor de una dignísima Exhortación
religiosa al benemérito cuerpo de Voluntarios Realistas de la ciudad, que
pronunciada a modo de sermón en la iglesia catedral con motivo de la bendición
de la bandera del cuerpo, el 30 de mayo de 1831, fue posteriormente dado a la
imprenta, constando como una de las obras señaladas de la época, y cuerpo, a
juicio de su entonces Brigadier en Jefe.
A
pesar de todo, nuestro don Antolín no siempre estuvo a favor de la realeza,
puesto que parece ser que no guardó silencio ante las injusticias reales, lo
que le valió más de una privanza. Pasando algún tiempo, tras la muerte de
Fernando VII, desterrado y encarcelado en el penal de Ciudad Rodrigo por sus
ideas abiertamente liberales. En prisiones anduvo desde el mes de febrero de
1837 hasta el de agosto de 1838 en el que se le conmutó aquel destierro por el más
cercano de Ávila. Logró regresar a su iglesia, y a su casa, al cabo de dos largos
años, siendo encausado nuevamente en 1841 por no querer entregar los títulos y
papeles de la iglesia segoviana a la que servía.
El pronunciamiento de 1843 le proporcionó algún descanso. El gobierno de
S.M., dicen las crónicas, dejadas
sabiamente aquellas malas pasiones, principió a proponer para el episcopado a
las personas beneméritas del clero sin distinción de colores, dando en ello un
nuevo ejemplo de tolerancia y conciliación.
Obispo
de Salamanca
En 1851, el 28 de marzo, cargado de años, y como pago a sus muchos
servicios y virtudes, fue propuesto para ocupar la sede episcopal de Salamanca.
Su consagración como obispo, en el Madrid de la época, el 5 de noviembre en la
catedral de San Isidro, fue todo un acontecimiento social.
Nuestro paisano, con su corte de criados y familiares partió
inmediatamente para tierras salmantinas, concretamente hacia Alba de Tormes,
donde había de hacerse el recibimiento oficial por las autoridades de aquella
provincia y obispado, para dirigirse a la capital salmantina. Un gentío inmenso,
cuentan las crónicas, salió de Salamanca a esperarle, circunvalando las calles
de su tránsito y acompañándole con muestras de júbilo hasta su morada
Apenas tuvo tiempo para comenzar a organizarse en la diócesis, el 14 de
mayo siguiente, por la tarde, salió a dar un paseo por la ciudad. Aquella noche
comenzó a sentirse indispuesto y se metió en cama, asistido por su sobrino,
nuestro también paisano –de Atienza- y escritor romántico Pascual García
Cabellos. A eso de las diez de la mañana su estado comenzó a empeorar; y a las
cuatro de la tarde del 15 de mayo, tras sufrir una apoplejía, expiró.
Fue sepultado, con todos los honores de su dignidad en la capilla
contigua a la sacristía de la catedral nueva de Salamanca en la mañana del 18
de mayo de 1852, en un nicho de la pared, sin epitafio ni distinción alguna,
tras haber permanecido expuesto su cadáver, como mandaba la costumbre, durante
tres días, en la capilla del palacio episcopal.
La historia, y la vida, tan caprichosas siempre.
Tomás Gismera Velasco
Guadalajara en la Memoria
Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara,